Excursión y citas de año nuevo
El comienzo de año es un buen momento para salir con la bicicleta. Mejor debía de ser cuando el año comenzaba en marzo, en primavera, en pleno despertar de la Naturaleza. Pero eso fue en Roma dos siglos antes de nuestra era; y entonces no había bicicletas.
Dos mil doscientos años después, quién sabe si para compensar la ausencia de la primavera, cada año nuevo sembramos las calles y los caminos con todo tipo de coloridos y fragantes residuos; y en primavera seguimos sembrando igual, para no perder el hábito; y el resto del año también.
En el horizonte, entre los últimos naranjos, aparece un edificio. Cada año las colmenas de hormigón conquistan terreno a los pinos, a los algarrobos, a los frutales y a los huertos. Eso es lo que deseamos como sociedad. Lo deseamos tanto como un niño desea un juguete que acaba de ver en manos de otro niño; cuando el juguete deje de ser novedad quedará olvidado, sucio y roto. Pero al parecer no hay de qué preocuparse: muchos dicen que siempre habrá juguetes nuevos para desear, para romper y para abandonar en cualquier cuneta… o en cualquier costa. Aunque quizá un niño no debería jugar con algo peligroso y que no es capaz de comprender… ¿Y con qué juguetes podría jugar una sociedad tan profundamente infantil?
El camino de sagrada tierra de hace unos meses está ya tapizado de sacrílego asfalto; sus árboles, vivientes y dadores de vida, se han mutado en farolas muertas y frías.
Al acercarme a la manada de colosos de ladrillo y cemento que ocupa la costa me acosan los carteles que por doquier anuncian una fantasma ciudad de vacaciones y ofrecen unas eternas vacaciones todo el año…
Recuerdo lo que escribiera Erich Fromm hace décadas en su ensayo La condición humana actual:
Un cartel sobre un edificio llama mi atención. Entre los habitantes de la «ciudad de vacaciones» parece haber alguien insatisfecho…
¿Estará insatisfecho porque hay pocos contenedores de separación de residuos? No, eso no es problema: Basta echar todo en el mismo cubo: el papel, los restos de comida, el vidrio, los envases, las pilas, los medicamentos… Así es mucho más cómodo y más rápido.
¿Estará insatisfecho porque las zonas comunes entre los edificios, e incluso parte de la playa, están cubiertas de verde césped, como si esto fuera la lluviosa Escocia? No, eso no es preocupante: Queda muy bonito, que es lo más importante; ya traerán el agua de donde haga falta, aunque sea en avión…
¿Qué dice entonces ese enorme cartel sobre el edificio? La nueva depuradora a otro lugar. Eso es. Ya que hay que depurar las aguas (con lo fácil y barato que sería arrojarlas sin más en cualquier sitio donde no se notara demasiado), por lo menos que no las depuren cerca de mi casa.
Me vino a la cabeza un párrafo de un libro de Jorge Riechmann que había leído unos días antes: