Un trozo de vida como otro cualquiera
Hace unos meses tuve dos conversaciones similares sobre el mismo asunto, con personas muy diferentes. Por una parte, a un primo mío le hizo gracia que yo prefiriera viajar en trenes regionales, que tardan más, en lugar de hacerlo en otras líneas de ferrocarril más «modernas» y rápidas. Yo no veía la gracia, pero aun así le espliqué los motivos con mucha simpatía e ingenio. Creo que entendió bien mis razonamientos pero sospecho que no le convencieron. Poco después, una amiga se felicitaba en mi presencia de que, gracias a la nueva línea de ferrocarril de alta velocidad que estaba siendo costruida, las cuatro horas de trayecto de los trenes actuales más veloces pasarían a ser dos y pico, lo que a ella le vendría muy bien en sus ocasionales viajes a la costa porque «ahorraría tiempo». Le pregunté, muy serio e intrigado, dónde guardaría el tiempo «ahorrado»; se quedó mirándome un istante con los ojos y la boca bien abiertos; no sé si estaba meditando la respuesta o dudando de mi juicio.
Eso es lo que tienen los dogmas: que dan lugar a agradables y estimulantes conversaciones. Cada época ha tenido los suyos, más o menos ingenuos y risibles para los pocos que han hecho el esfuerzo de contemplarlos desde fuera en toda su desnudez. Nuestra época, desquiciada y neurótica, tiene un dogma muy importante: «más rápido es mejor»; es una variante especializada del dogma supremo: «más es mejor».
Pero mi duda era sincera: ¿Alguien ha previsto ya en qué tipo de hucha mágica guardarán los muy veloces y supuestamente por ello más felices «viajeros» todo el tiempo que al parecer van a «ahorrar»? ¿O les regalarán junto con el billete ejemplares de Momo, el libro de Michael Ende? ¿Nos hemos olvidado de los hombres grises?
Tengo varios motivos para elegir los trenes regionales, más lentos (seis horas en vez de cuatro, por ejemplo, qué angustioso drama vital). El primer motivo es que solo en ellos puedo llevar la bicicleta, sin trámites ni coste. En la mayoría de los demás trenes, más «modernos», llevar bicicletas está simple y estúpidamente prohibido. Pero aun en las ocasiones en que la bicicleta no me acompaña, me sobran los motivos para viajar un tren regional. Estos son algunos:
- Puedo elegir el vagón y el asiento que me apetezca en el momento de subir.
- Tengo más espacio en el asiento; y casi siempre tengo dos asientos para mí solo.
- Puedo tener el equipaje cerca de mí.
- Veo paisajes más bonitos, variados e interesantes. Paso por pueblos grandes y pequeños.
- No me ponen película estupidizante delante de las narices ni se empeñan en «regalarme» auriculares de usar y tirar para mi colección.
- El viaje ese día no es algo ajeno a mi vida que me veo obligado a hacer y esperar que pase cuanto antes, sino que el día entero se tiñe mágicamente de viaje.
- Por si fueran pocas ventajas, el billete cuesta menos de la mitad que el de un tren más rápido.
Y estos son los motivos por los que no viajo, salvo que no tenga otra opción, en los trenes más «modernos» y rápidos:
- Te tienes que sentar donde a la computadora se le antoja.
- Te encajonan en un estrecho y funcional asiento de frustada vocación aeronáutica donde no puedes estirarte sin molestar a los vecinos.
- Te quieren «regalar» caramelos llenos de aditivos químicos sospechosos.
- Te quieren «regalar» unos auriculares para que los uses y los abandones después.
- Si dices que no quieres caramelos ni auriculares llamarán al maquinista para que te haga fotos.
- Te ponen una pantallita para que contemples alguna estupidizante película.
- Si tienes la suerte de poder ver qué hay al otro lado de la ventanilla, no resultará de gran alimento para el espíritu.
- Por si fueran pocos sufrimientos, el billete cuesta más del doble que en un tren regional.
Pero dejemos de lado tanto inconveniente, sin duda fruto de la caprichosa imaginación de un cicloviajero ocasional, y sigamos el consejo unánime de mi primo y mi amiga: si lo único que importa es «ahorrar tiempo», y dado que un tren «moderno» de larga distancia tarda cuatro horas en lugar de seis, y uno súper «moderno» de alta velocidad tarda dos y media en lugar de cuatro, la elección no tiene duda: viajemos todos en un tren de alta velocidad para «ahorrar» más tiempo.
Pero lo siento mucho, por más que lo intento yo no veo el traje nuevo del emperador:
Un billete para viajar en esa maravilla de alta velocidad, para la erección de cuyo sagrado altar han sido horadadas montañas, costará más del doble que el del tren más rápido esistente y hará menos paradas… O sea que tendré que trabajar más para pagar mi billete (con toda seguridad más horas de las que supuestamente me «ahorro» por el aumento de velocidad). Y además necesitaré después otro medio de trasporte para llegar a mi destino si este no es una de las grandes y pocas poblaciones en que la veloz maravilla tiene la amabilidad de parar… Desgraciadamente no podrá ser mi bicicleta. No hay espacio para las pobres y humildes bicicletas en las ricas entrañas de los trenes «modernos». Si tengo mucha suerte podrá ser un autobús. Pero los autobuses no están muy bien vistos tampoco por los veloces «viajeros» de nuestra época; en las poblaciones pequeñas se baten en retirada. Tendré que tomar un costoso tasi. O quizá alquilar un auto.
Y lo más importante de todo: No se rendirán, seguirán intentando que acepte sus insanos caramelitos y sus auriculares de usar y tirar.
¿Dónde están pues las ventajas de ir más rápido para complicarlo todo? Mejor dicho: ¿A qué tipo de «viajeros» favorece un tren algo más rápido, más del doble de caro y casi sin paradas intermedias? ¿A qué grupos sociales? ¿Qué tipo de desplazamientos? ¿A qué tipo de poblaciones? ¿Qué tipo de urbanismo? Las respuestas son muy fáciles de responder con solo pensar un poco (pero despacio, por favor)…
Al parecer, con una fracción de lo que cuesta erigir los altares a la súper velocidad podrían repararse y modernizarse las vías esistentes de ferrocarril, costruir doble vía en los tramos que aún no la tienen, y con todo ello aumentar la velocidad media de los trenes regionales sin renunciar a ninguna parada en ninguna estación, revitalizando su antigua y sensata función vertebradora entre todo tipo de poblaciones, grandes y pequeñas, contribuyendo además a evitar la dependencia del trasporte privado en grandes zonas rurales. Al parecer, ese plan está olvidado en el fondo de un cajón de algún ministerio desde hace unas décadas. Al parecer, la intención es otra: competir a ver quién tiene antes el tren más grande y más rápido y más bonito y más caro. Las viejas líneas tradicionales no dan ni tantos votos urbanos ni tantas comisiones por obra.
Fruto de todo esto, he recordado un libro que un conocido me regaló hace años y cuya lectura en su día me produjo una agradable sorpresa y me hizo sentir esperanza: La voz del inefable Agustín García Calvo siempre es un oasis entre tanto convencionalismo, tanto rebaño, tanto pesebre, tanta inercia, tanto absurdo convertido en dogma incuestionable. El libro es una trascripción de dos conferencias impartidas por el autor en Barcelona en 1991 y 1992, e incluye los interesantes debates posteriores con los asistentes. La trascripción respeta las características de la lengua hablada y la ortografía utilizada por García Calvo, que también yo utilizo ocasionalmente (por ejemplo en esta misma página). Entre otras muchas cosas, el autor habla del modo de viajar, del sentido del tiempo durante el viaje, y en particular del ferrocarril. Cuando alguien esplica algo mejor que uno mismo, solo queda callar y escuchar (o leer):
Tras releer esas páginas, después de los años, me quito una vez más el sombrero, o más precisamente el casco y la gorra ciclistas, ante la lucidez y la claridad de García Calvo, uno de los pocos pensadores que conozco que logra mantenerse en los márgenes de este despropósito de sistema, y recobro nuevas fuerzas para seguir pedaleando, despacio.