2014-09-18: De Añover de Tajo a Huerta de Valdecarábanos

Al amanecer tomé unas fotos del mejor alojamiento de mi viaje:

BiciSacoPuertaVentanaPatio

Yepes

Tras una larga subida andando por el arcén de la carretera, a las 13:40, tras 12,4 km en el día, paré a comer y descansar en un sombreado pinar que se extendía a la entrada de la cantera de Yepes-Ciruelos. A las 15:15 reanudé el pedaleo y media hora después llegué a Yepes, tras 18 km en el día.

Cartel

Esta es la transcripción literal del cartel informativo acerca de la plaza Mayor de Yepes, situado a las puertas del ayuntamiento:

Plaza Mayor de la Villa delimitada en su fachada oeste por la casa consistorial cuyo origen se remonta al siglo XVI, conservando tres arcos centrales del siglo XVIII.

Al este se encontraban las antiguas posadas. Al norte la Colegiata de San Benito Abad, y en el sur, el Edificio de las Buhardillas.

El espacio central se ha utilizado para representaciones teatrales, corridas de toros y actos religiosos. El II de Junio de 1637 se representó en ella la obra de Calderón de Barca «El mágico prodigioso».

Del texto me llamó la atención la fecha «II de Junio», que parece un lapsus: podría querer decir tanto «11 de Junio» como «2 de Junio».

ColegiataEdificio de las BuhardillasAyuntamiento

La playa Mayor de Yepes me pareció muy bonita, salvo por el este, donde las calles convencionales con comercios denuncian que de las antiguas posadas solo queda el recuerdo. La colegiata es especialmente impresionante.

Desgraciadamente, los coches pueden entrar en la plaza y rodear toda la zona peatonal salvo por el norte. Esto quiebra la paz del lugar. Aunque el paso de vehículos, de esos ruidosos y malolientes que queman hidrocarburos en las narices de la gente, no fuera frecuente, y su velocidad fuera moderada, el espíritu de la plaza estaba corrompido: sentarse en un banco por cuyo lado en cualquier momento puede pasar un coche rugiente y humeante es desagradable.

Los únicos bancos apartados del paso de los coches son los que están frente a la fachada de la colegiata. Allí esperé hasta las 17:30, a que abrieran los comercios, para comprar alimentos… y agua. No había una sola fuente en todo el pueblo, según me dijeron, salvo al parecer una en un lugar impreciso y poco accesible de las afueras.

CartelCartel

Otro texto curioso de los que salen a mi encuentro sin remedio: «COMUNIDAD DE PROPIETARIOS DE YEPES ~OFICINA~ LOS VIERNES DE 5 À 7 DE LA TARDE».

¿Quién pondría tilde a la preposición «a», como se hacía aún hace unos cien años? ¿Y quién, además, pondría una tilde grave, inexistente en español, en lugar de aguda?

Llamas en Yepes

La salida de Yepes fue accidentada. Cuando estaba a punto de entrar en la rotonda para tomar la carretera a Huerta de Valdecarábanos paré un momento para beber agua. Entonces vi humo y enseguida un pequeño incendio en la base de un pino, en la acera de una solitaria calle transversal, como a cincuenta metros de donde yo estaba. Tomé el teléfono para llamar al 112, pero la batería estaba muy baja y no aguantaría. Viendo que algunas de las llamas crecían de repente hasta unos cincuenta centímetros de altura decidí no cambiar la batería sino tomar una de mis botellas de agua y correr hacia el árbol. Regué la base de las llamas más pequeñas y del tronco; pisoteé con cuidado la pinocha del alcorque en varios lugares. Esto redujo algo la intensidad del fuego pero no fue suficiente.

Una pareja se acercó paseando y, aunque al principio no mostraron interés en involucrarse en el asunto, finalmente aceptaron llamar a la Policía local, que no respondió, y después al 112. «Estamos en Yepes y está ardiendo un árbol», dijo el hombre. Por señas le indiqué que matizara que no estaba «ardiendo un árbol», sino solo la vegetación del alcorque. Le dijeron que avisarían a la Policía local. Cuando colgó le pregunté: «¿Seguro que le han entendido, con las indicaciones que les ha dado?». Me aseguró que sí. No me quedé muy tranquilo. Sus indicaciones sobre el lugar habían sido: «Aquí, en la rotonda de Ocaña». También había añadido: «Hay un chico con una bicicleta». Ese era yo.

Pensé en lo habitual que es la incapacidad para dar indicaciones precisas e inequívocas, y la pérdida de tiempo y energía que esto frecuentemente provoca. Incluso para alguien que no era del lugar, como era mi caso, era posible decir que el pino estaba en la acera de la última calle que salía, a mano derecha, de la vía de salida del pueblo, justo antes de la rotonda que conducía a Aranjuez, Ocaña y Huerta de Valdecarábanos. Imaginé a los bomberos dando vueltas, buscando un pino en llamas por toda la zona alrededor de la glorieta de Ocaña. Acerté.

La pareja siguió su paseo y me quedé solo en la calle. Únicamente uno de sus lados, el de la acera de los pinos, estaba urbanizado. Eran unos pocos bloques de viviendas. La mayoría tenía las persianas cerradas. Parecían deshabitadas. Tras volver a echar un vistazo a las llamas, que por suerte se habían ido apagando bajo una repentina y suave llovizna providencial, y que terminé de matar con unos cuantos pisotones, decidí quedarme a comer algo en un portal cercano, por si finalmente llegaba la Policía. Tras un buen rato llegó un coche negro y paró frente al lugar donde me encontraba. Dos hombres con ropa de trabajo forestal bajaron del vehículo y me preguntaron si sabía algo de un incendio en un árbol. Les expliqué todo y los acompañé a verlo. Ya no hacía falta hacer nada. Eran de Protección Civil y, como me temía, habían estado un largo rato dando vueltas buscando el lugar. «Nos han dicho que había alguien con una bicicleta y por eso le hemos preguntado, no por otra cosa», me dijo uno de ellos. Entre la colilla de un peatón maleducado y una gamberrada adolescente, ellos se inclinaban por la segunda opción. A mí me costaba creer que alguien, por muy adolescente que fuera, estuviera tan descerebrado como para prender fuego a un árbol; pero a ellos les parecía lo más probable. «¿Hay mucho gamberrismo aquí?», pregunté. «Sí… Como en todos los pueblos», dijeron.

Otro cicloviajero

El asunto del árbol retraso mi salida. Eran las 20 y pronto anochecería. Tomé la carretera hacia Huerta de Valdecarábanos. Tras unos pocos minutos vi a un cicloviajero que venía en sentido contrario, con una bici negra y cuatro alforjas rojas de mediano tamaño. Paré la bici y lo saludé con la mano. Él me devolvió el saludo, se detuvo y, tras mirar a ambos lados, atravesó la carretera para situarse a mi lado. Tras un par de frases iniciales en inglés, y desvelado el misterio de nuestros orígenes, mi interlocutor, un finlandés que recorría La Mancha en bici por segunda vez en unos años, me empezó a hablar en español. «Es mi obsesión», me dijo cuando tras un rato de conversación le hice notar el buen dominio que tenía de esta lengua. Aun así seguí hablándole más despacio de lo habitual, para facilitarle la comprensión. Me dijo, entre sorprendido y divertido, que en todos los días que llevaba viajando solo se había cruzado con dos cicloviajeros, y que ninguno era español. Le dije que no me extrañaba. Me contó que le quedaba una semana más antes de tener que retornar a Albacete, donde debería tomar un bus a Madrid, desde donde a su regresaría en avión a su país. De momento se dirigía a Ocaña; después seguiría viajando en zigzag hasta retornar a Albacete. Me informó de que desde Huerta de Valdecarábanos hasta Yepes había una buena y larga subida; buena noticia para mí, que iba en dirección contraria. La capacidad de sus cuatro alforjas, insuficiente para contener todo lo necesario para acampar cada día, me hizo sospechar que su forma de viajar era diferente a la mía. Él me lo confirmó: cada noche dormía en un hostal. Tras despedirnos amablemente y desearnos mutuamente buen viaje, nos separarnos.

Cuando me quedé solo eché de menos por un instante la tranquilidad de tener asegurado un lugar cómodo donde descansar cada noche; pero con lo que cuesta una noche de hostal es posible comprar los alimentos necesarios para una semana de viaje. El sol iba a ocultarse pronto y no había tiempo que perder: tenía que encontrar un «hostal» a mi medida. De camino a Huerta de Valdecarábanos exploré dos lugares que vi desde la carretera: una caseta de labor y la parte trasera de una explotación avícola. Ninguno me pareció adecuado. Chispeaba intermitentemente. El sol se estaba ocultando. El cielo amenazaba con descargar mucha lluvia. La última opción que me quedaba era llegar al pueblo y encontrar un lugar en él.

Huerta de Valdecarábanos

Era totalmente de noche cuando vi las luces de Huerta de Valdecarábanos. La cuesta abajo final, de la que el cicloviajero finlandés me había informado, fue un regalo para terminar la jornada.

Salí de la carretera hacia la derecha, por la primera rotonda de entrada al pueblo. Pasé ante el cuartel de la Guardia Civil, frente al que había un pequeño parque sobre una elevación del terreno. Sin detenerme, eche un vistazo al parque pero los únicos accesos que vi eran escaleras, una dificultad importante para una bici cargada, y no parecía haber en él ningún lugar a cubierto o adecuado para montar un refugio. Seguí pedaleando hasta el centro del pueblo, desmonté y empecé la rutina habitual en estos casos: callejear andando para echar un vistazo a los edificios donde más probabilidad hay de encontrar soportales donde refugiarse (iglesia, ayuntamiento, consultorio médico, colegio); y preguntar por una fuente. Ni fuente ni soportal. Había carteles que indicaban el camino a una ermita, pero pregunté por ella y, aparte de confirmarme que estaba en las afueras, las indicaciones que me dieron para llegar fueron, como suele pasar, tan vagas e imprecisas que preferí no seguirlas.

La iglesia era grande pero no servía de refugio. El ayuntamiento tenía un soportal a la puerta, pero esta estaba muy elevada y para subir había que salvar un largo tramo de escaleras; además quedaba muy a la vista, ante un cruce de calles. La plaza del mercado, donde terminé mi paseo exploratorio, solo tenía unos tristes bancos. La suave llovizna empezó a convertirse en lluvia. Apoyé la bici. Una esquina que daba a la plaza del mercado tenía un pequeño tejadillo que cubría la acera. Era un lugar de paso, pero si esperaba hasta tarde, cuando ya no quedara gente en la calle, me podría servir. Otra opción era hacer un refugio sobre uno de los mojados bancos de la plaza, atando la lona a una farola.

Continuará…

Campamento

Distancia recorrida en el día: 28,5 km.