2014-09-17: De Cedillo del Condado a Añover de Tajo
Cedillo del Condado
Empezó a llover hacia las 7:15 y continuó lloviendo con fuerza hasta el amanecer. Por suerte esta vez tenía la manta de emergencia preparada, sujeta al suelo sobre el saco, y no me me mojé.
Pero secar la manta de emergencia, el viejo suelo de tienda que puse bajo las esterillas, así como las zonas del saco de dormir que fueron alcanzadas por el agua, llevó su tiempo. La bici se convirtió en un secadero móvil que se desplazaba entre los olivos buscando el sol entre las nubes.
El lugar seguía tan solitario como cuando lo encontré. Tan solo había visto pasar una furgoneta, la noche anterior, hacia Cedillo del Monte; y esa mañana, a una persona corriendo por deporte, que probablemente ni siquiera reparó en mí.
Mientras se secaban la manta, el saco y demás, aproveché para reparar el cable del panel solar, que estaba fallando. Con los repuestos que llevaba hice un adaptador que solucionó el problema.
La pata que sirve para sujetar la bici era nueva. La había construido antes de salir, para sustituir a una similar que ya estaba muy deteriorada, con una barra de fibra de vidrio de una tienda de campaña. También servía de separador para los coches. Su cabezal de plástico, una «U» que encajaba en la barra horizontal de la bici para facilitar la sujeción de esta, se había partido con el esfuerzo de los primeros días de viaje, pero aún servía. Poco después el tornillo que sujetaba el cabezal a la barra se partiría, haciendo más difícil mantener la pata bien apoyada bajo la bici. La reparación tendría que esperar hasta el final del viaje.
A las 11:36, con el equipaje seco y recogido, me puse en marcha. Camino de Yuncler, en una de las paradas para descansar y tomar algo, me adelantó un joven que conducía una moderna bici de montaña nueva con novísimas ruedas de 29 pulgadas, más grandes que las habituales de 26, y de las que yo no había oído hablar hasta ese momento. Al ver mis alforjas se detuvo. Él había sido cicloturista, pero había vendido la bici con la que solía viajar y ahora a veces la echaba en falta. Estaba pensando comprar un portabultos y unas alforjas adecuados para usarlos con su nueva bici de ruedas de 29 pulgadas. Charlamos un buen rato sobre viajes en bicicleta, sobre las ventajas e inconvenientes de viajar solo, y sobre conocidos comunes que habían hecho o estaban haciendo largos viajes por el mundo. Me recomendó algunas rutas posibles a seguir a partir de Yuncler, entre ellas la que decidí tomar después: un camino que llevaba a Cobeja.
Yuncler
Llegué a Yuncler a las 13:30, tras 6,6 km en el día. Una fuente me esperaba casi a la entrada, en la primera rotonda, frente a una fábrica de aceite. Paseé por el pueblo y aproveché para comprar algunas provisiones antes de que cerraran los comercios. A las 14:50 salía por el camino hacia Cobeja. Un policía local, que vigilaba las labores de limpieza de la calle donde había tenido lugar el mercadillo del pueblo, y al que pedí confirmación sobre el camino, me aconsejó tener cuidado con las excavaciones en el terreno hechas para extraer material para las fábricas de ladrillo. Me dijo que generalmente estaban señalizadas y valladas, como así comprobé después.
Poco después de salir de Yuncler hacia Cobeja hay que pasar por encima de la autopista de peaje AP-41, una de las autopistas fantasma cuyo potencial beneficio se habría llevado la empresa concesionaria pero cuyas efectivas pérdidas, por lo que parece, pagará el Estado. Buen negocio. En los minutos que pasé allí para tomar una foto no oí otra cosa que el silencio. Una bendición de autopista, silenciosa. Parecía una escena de una novela distópica ambientada en un futuro posapocalíptico: la Humanidad se ha extinguido a causa de su propia estupidez, como cabía esperar, y nos ha dejado intactas sus desproporcionadas e innecesarias infraestructuras. Por fin, al cabo de un rato, cuando me disponía a continuar mi camino, pasó un vehículo de esos que llevan motores de explosión interna, con su desagradable ruido, echando su pestilente gas venenoso a la atmósfera. Pronto desapareció. Silencio.
Un cartel de la autopista decía que a Madrid había 55 km. Eso es en línea recta y por una autopista fantasma, claro. Por donde yo había venido la distancia era el doble. Cuando en algún pueblo me preguntaban de dónde venía, solían decirme: «Pues no has hecho mucho, a Madrid solo hay 70 km» (o los kilómetros que en cada caso hubiera). Viajar en bicicleta es algo tan desconocido que todo el mundo hace las comparaciones con el coche, como si una viajara en bicicleta por las mismas vías que los coches y, sobre todo, al ritmo de los corredores de la Vuelta Ciclista a España. «¿Cuántos kilómetros haces al día?» es otra pregunta habitual; como si hubiera que batir una marca cada día, como si todos los días fueran iguales, como si al final de cada jornada hubiera un hotel y un restaurante y un equipo médico esperando mi llegada. Me lleva un rato deshacer el malentendido y convencer de que un día puedo hacer cinco kilómetros y otro puedo hacer cincuenta; y de que un caso u otro me dan totalmente igual.
Cobeja
Poco antes de llegar a Cobeja hay una extraña iglesia de ladrillo, con una alta torre puntiaguda y una muralla de árboles. Se ve bien desde lejos. De hecho el camino a Cobeja pasa por delante de esta iglesia; y su torre fue una de las referencias que me dio el policía local de Yuncler para tomar el camino correcto en una bifurcación anterior.
Lo extraño es que la iglesia está abandonada, tapiada y sembrada de residuos. Sus papeleras rebosan residuos. Los residuos se amontonan en la cuneta de entrada y al pie de cada árbol. Parecía lugar habitual de botellones. Parecía un lugar fantasmal, un decorado acorde con la autopista que había dejado atrás poco antes. Sobre la torre había una navideña estrella de Belén, de neón.
Poco después de dejar atrás la iglesia fantasma, una bajada conduce a Cobeja. Eran las 15:45 y había recorrido 12,7 km en el día. En un pequeño parque que hay justo a la entrada descansé un rato y comí algo. En una larga charla con un policía local retirado, que paseaba por allí a su perro, aclaré mis dudas sobre la curiosa historia de aquella iglesia abandonada, y sobre el camino a seguir hacia Añover de Tajo.
Alameda de la Sagra
Alameda de la Sagra fue el pueblo que me resultó más desagradable de atravesar de todo el viaje. La llegada es una larga, dura y fea subida entre naves industriales, por un tramo de la CM-4004 con mal arcén y menos tranquilo de lo deseable, que atravesaba el pueblo como una incómoda brecha. Los pueblos atravesados por carreteras que mutan torpemente en calles no suelen ser agradables.
17:50. 20 km en el día. Tras la penosa subida, por fin en el pueblo, un cartel indicaba que el ayuntamiento se encontraba a la izquierda, pero la calle que había que tomar era una pronunciada bajada que después tendría que remontar para regresar a la carretera. A pesar de que el cielo estaba cubierto preferí no quedarme allí sino seguir camino hacia Añover de Tajo.Añover de Tajo
Al entrar en Añover de Tajo empezó a llover. La salida habitual del pueblo hacia la carretera estaba cortada por obras y el desvío obligaba a atravesar el pueblo y tomar una pronunciada bajada con curvas. Aun así me arriesgué a continuar, fiándome de las vagas indicaciones de un vecino, que me dijo que al final de la bajada había una especie de toldo donde podría refugiarme si la lluvia arreciaba. Tras bajar prudentemente dos curvas bajo la llovizna, acompañado de coches que bajaban y subían, empezó la tormenta. Decidí parar y regresar empujando la bici cuesta arriba por la acera para buscar un refugio seguro en el pueblo.
El grupo de jubilados que estaba reunido bajo el soportal del centro cívico me confirmó que aquel era uno de los dos únicos lugares bajo los que era posible refugiarse. El otro, me dijeron, era un soportal en una placita cercana. Charlé con ellos animadamente hasta que la lluvia cesó; entonces decidí callejear para buscar por mi cuenta. Un vistazo al otro soportal del que me habían hablado me bastó para descartarlo: cubría varias puertas de casas particulares y la acera; era lugar de paso. La puerta del centro cívico era preferible en caso de que no encontrara otra opción mejor.
Tras dar varias vueltas andando con la bici, encontré un lugar adecuado para descansar, al final de la tranquila calle Félix Rodríguez de la Fuente: un banco junto a la última casita, delante de una zona sin construir. Allí al menos pude asearme, comer algo y descansar un rato. Ya era de noche. En último caso podría dormir sobre el banco y atar la lona de alguna manera entre este y la farola, para protegerme de la probable lluvia nocturna. Pero al bajar por la calle había visto una opción mejor que quise explorar: unos chalés adosados, abandonados a medio construir.
Tras recoger todo el equipaje y quitarme el chaleco y los demás reflectantes para no llamar la atención desde lejos, subí la calle hasta la altura de los adosados y en un momento en que no pasaba nadie intenté meter la bici en uno de ellos. Salvar los tres escalones de entrada empujando la bici cargada no resultó fácil y me quedé atorado en la puerta. El vecino de enfrente debió de oírme o verme porque abrió su puerta y salió a mirar. Di la vuelta a la bici como puede, encabritándola aparatosamente y girándola sobre la rueda trasera, y salí a la calle a hablar con él. Le conté tranquilamente mi situación y le dije que iría a dormir a la plaza, al soportal del centro cívico. Para mi sorpresa me aconsejó que me quedara allí, en uno de los chalés; que no encontraría sitio mejor en todo el pueblo; que en el soportal del centro cívico no podría dormir debido a los borrachos que iban por la noche a la plaza. Incluso me recomendó uno de los adosados, que al parecer estaba en mejor estado que los demás. Para convencerme de que el lugar era muy tranquilo me mostró su coche aparcado dentro del espacio del supuesto jardín de uno de aquellos chalés. Aquellas viviendas pertenecían a un banco y su construcción estaba parada desde hacía varios años.
Así pues, tras despedirme del amable vecino, metí la bici en mi inesperado palacio, pero esta vez sin prisas y con menos esfuerzo, en varios viajes, tras desmontar las alforjas.
Distancia recorrida en el día: 27,9 km.