Sin llegar al corazón
Llegar pedaleando solo a mediodía al corazón verde de la ciudad, con mucho sueño atrasado, condena a bajar de la bicicleta en la primera sombra apartada.
Aunque a estas horas ninguna peligrosa sirena en bicicleta está aún despierta —de las auténticas con plumas, no escamas—, quedarse dormido sería una temeridad: dríades amenazadoras revolotean a lo lejos.
Al rato, bajo la sombra, remedo de cuarto oscuro, la imagen de la fotografía va apareciendo poco a poco, como una revelación. Ya lo sospechaba yo; mas por más que me empeño no puedo recordar el momento exacto en que perdí la cabeza. La Fortuna sin embargo nunca deja de sonreír: Al regresar no habría que enfrentar el dilema de sopesar el calor con la legislación sobre el casco ciclista, ni temer ya insolación alguna en lo que resta de verano. Adiós problemas. Mucho peor que la cabeza sería perder una rueda o el manillar.
Las líneas negras sobre blanco del libro mutan en curvas cimbreantes, como las que hay que pedalear con tanto sacrificio, cuesta arriba, en esos puertos salpicados de espejismos y falsos llanos, entre cada ciudad y cada ciudad, entre cada corazón y cada corazón; y la lectura se hace imposible.
Al atardecer, por el camino de regreso que conduce lentamente muy lejos del caliente corazón de la ciudad, hay que sortear con habilidad y sonrisas a simplones predicadores vociferantes, a gigantes ratoncitos con sombrero, a pacientes estatuas humanas, a felices músicos agradecidos y a algunas sirenas en bicicleta también —pero no de las auténticas sino de las de escamas.
La noche del domingo se acerca con cada pedalada. El corazón de la ciudad hace rato que quedó muy atrás. La vieja bicicleta no deja de chirriar.