La estación
Yo pedaleaba cavilando divertido: «16 kilómetros a razón de 6 minutos y 16 segundos, unos 8 baches por decámetro, tres paradas de 32 segundos para tomar agua, viento de cara, más subidas que bajadas y unos 64 guijarros por metro cuadrado. Aunque no hubiera que parar por ningún otro motivo, es imposible, el sol ya está muy bajo, no podremos llegar a tiempo». Su voz risueña junto a mí me devolvió al camino:
―¿Has visto qué alto está aún el sol? Seguro que llegamos a tiempo, ¡venga!
Y sin más me adelantó cuesta arriba en unos pocos suspiros. «Esta mujer es feliz porque no recuerda aquello que dijo Einstein acerca de las bicis y la velocidad de la luz, claro».
El aire frío del invierno se colaba por todos los pliegues para helar a besos el sudor. El último tramo al fin: cañada, cruce, puente, autopista y quizá media meseta, por fortuna todo cuesta abajo. Adelantamos sin pesar a todos los coches deportivos de todos los colores y aun a los carromatos de colonos. Cuando al fin vimos la puerta a lo lejos, el guardián de la muralla estaba empezando a empujar trabajosamente una de las hojas.
Las bicis con pretensiones cuánticas solo pueden estar en cierto sitio alguna vez o en cierto momento en alguna parte, y muy raramente coinciden más de una en la vida. El guardián creyó sentir las dos pasar justo ante sí en el mismo y preciso instante, a 33 kilómetros por hora y sin manos (había que aplaudir). La puerta se cerró a nuestras espaldas.
La brisa cálida de la primavera se coló por todos los pliegues para derretir a besos el sudor, con algo de ayuda. Una buena lección, la triste matemática vencida improvisadamente por la sonrisa. Pero algo más había cambiado. Miré a mi alrededor. Y comprendí:
―Compi, vamos a tener que seguir a pie, porque me parece que Leonardo el italiano aún no ha inventado la bicicleta…
«Leonardo ni ha inventado todavía la bici, ni tan siquiera ha nacido; ni queda mucho para el verano, por lo que se ve; juraría que el Temple empieza a ser ya solo un recuerdo en el corazón de los ancianos; y que el segundo Cid, a los pies de cuyo sepulcro yacerá un león de alabastro, aún es un niño. Lo que sí es seguro es que esta es una de aquellas primaveras».
Pero ella, por esta vez, no me estaba leyendo el pensamiento. No parecía haberse dado cuenta del cambio de estación siquiera, ni de que las bicis habían desaparecido. Estaba ensimismada contemplando las lejanas montañas. Bajó la vista un instante y la dirigió con un brillo en los ojos a una carreta con sus bueyes uncidos que, junto al camino, parecía esperar. Volvió a mirar a las montañas un instante y girándose de repente hacia mí me sonrió:
―Allí arriba debe de haber una vista preciosa. Seguro que llegamos antes de la puesta de sol, ¿vamos?
―Claro que sí, vamos.
«La puesta de sol… ¿de qué primavera?»